Museo de arquitectura, museización y ciudad histórica

Museo de Arquitectura trinitaria

Víctor Echenagusía Peña

A los hombres sin rostros y sin nombres, maestros artesanos que hicieron florecer, modelando con sus manos, la Trinidad de todos.

A treinta años de inaugurado el Museo de Arquitectura, Trinidad es igual y diferente. La creación de la emblemática institución en una década de apogeo en la cartografía cultural del país, provocó un violento giro en el enfoque proyectual de la institución sobre la ciudad bajo los presupuestos teóricos de la recién formulada teoría y práctica de la Nueva Museología en América Latina, conjuntamente con avanzadas técnicas en el terreno de la conservación y restauración del patrimonio arquitectónico.

Tras la compra de un inmueble en 1978, conocido como de los Sotolongo o también de las Sánchez Iznagas, enclavado a un costado de la Plaza Mayor, para la restauración y puesta en funcionamiento del Museo, se iniciaron los estudios histórico-arqueológicos imprescindibles para la elaboración de un diagnóstico, establecer los criterios y realizar las correspondientes propuestas de intervención restauradora. En ellos se fijaron las bases teóricas para la implementación del uso de técnicas y materiales tradicionales, anteriormente estudiados exhaustivamente durante el proceso de investigación en este y otros inmuebles del Centro Histórico.

La intervención conceptualmente abogaba, además, por el respeto máximo a las modificaciones, adiciones, adaptaciones y tratamientos decorativos, agregados durante años al inmueble, incluida la última remodelación realizada hacia finales del siglo XIX, junto a otros elementos constructivos y decorativos devenidos testimonios arqueológicos de su evolución crono-tipológica. Concepto de intervención restauradora que a más de recualificar —histórica y arquitectónicamente— la paradigmática casa, la convirtió en uno de los más importantes exponentes del discurso museológico de la institución.

Por primera vez se emplearían fórmulas ya desusadas para la preparación y empleo de argamasas basadas en el uso de la tierra y la cal en un inmueble de alto valor patrimonial, por lo que fue necesario dedicar muchas jornadas a cuidadosas pruebas de dosificación y aplicación de los diferentes morteros y enlucidos. Sus exitosos resultados permitieron el uso posterior en otros edificios del Centro Histórico, convirtiéndose en un obligado referente en instituciones homólogas del resto del país. Con la restauración aplicada, la vivienda quedaba en disposición de acoger la exposición, para la cual serviría no solamente como contenedor sino que ella misma se integraría como un exponente esencial de su discurso.

La creación del Museo de Arquitectura presuponía para nosotros el nacimiento de una institución «llamada a ser el centro de la vida cultural del mañana», y de hoy, agregamos, «a partir de la conservación de un patrimonio vuelto a ser vivo y no enfermo en mausoleos inaccesibles para la mayoría», como muy bien afirma el destacado museólogo español Luis Fernández. Pretendíamos un museo que, como fenómeno histórico-cultural, fuera contenedor de una diversidad de valores, los cuales se expresaran a partir de una museografía y museología que motivara la acción comunitaria, que propiciara un diálogo entre el museo y los vecinos del Centro Histórico, que llamara a la concienciación, que fuera abierto e interactivo.

Para ello el despliegue expositivo parte de una sala introductoria y siete salas de exposición permanentes organizadas en su diacronía y sincronía y apoyadas en una triple vertiente informativa, cuyo contenido temático establece una disección de la arquitectura doméstica y su evolución temporal, espacial y decorativa, posible por la naturaleza de sus colecciones y el material de apoyo: maquetas planos y las evidencias arqueológicas en muros y pavimentos dejadas en exposición durante los trabajos investigativos.

El histórico engarce arquitectura-museo nos conduce, como todos sabemos, a una relación imagen-contenido. En su correlación proyectual se abordan métodos y componentes que determinan la concepción del museo como un inseparable trinomio: arquitectura-objeto-sujeto. En el caso que nos ocupa se le añade una nueva e importante variable: la ciudad histórica, sin la cual la institución no tendría razón de ser. En este sentido, es muy importante dejar sentado que los bienes que el Museo de Arquitectura atesora provienen, fundamentalmente, de numerosos inmuebles —en su mayoría colapsados— que se encontraban ubicados en el Centro Histórico o en otras áreas de la ciudad y en el Valle de los Ingenios.

Durante la fase de colecta de lo que serían los fondos de la institución, se partió del criterio de que los bienes culturales deben ser preservados in situ considerando a la ciudad dentro del proceso de museización, por lo que no se acudió a la sustracción de los objetos de su contexto, aunque fuera necesario completar posibles vacíos que se presentaban en la tesis propuesta. En este sentido teníamos muy clara la idea de que el museo no es un proyecto simplificador, ya que el programa que se establece y nos conduce a la colecta, catalogación y organización de la colección, así como a la expografía, es un complejo fenómeno conceptualizador y valorativo, teniendo en cuenta por demás, que la museización presupone para el objeto cultural una doble dificultad: descontextualización y metamorfosis, tal y como lo establece el historiador, arqueólogo y escritor André Malraux en Las voces del silencio. Por otra parte, el contexto del cual es obtenido el objeto en vías de museización —la ciudad histórica— es sometido a su vez a procesos que por lo regular se tornan irreversibles, de amputación o desmembramiento. Procesos por los cuales han pasado lamentablemente algunos importantes núcleos históricos de muchas ciudades en América Latina y Europa.

La teoría del museo fuera del museo, frente a la muy extendida práctica de museización en el museo, nos parece que se aviene mejor al concepto manejado en la base proyectual del Museo de Arquitectura, en cuanto, la primera, subraya mejor la relación museo-comunidad, entendida en sus términos más amplios de contexto geográfico, cultural y social. Mucho más, si tenemos en cuenta que desde esta institución se proyectaría el futuro destino de la zona histórica en cuanto a conservación y restauración se refiere.

Ese plan de manejo abarcaba un amplio territorio, el mismo que años más tarde —en 1988— fuera declarado por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad. En el mismo, se instrumentaba una política de intervención integral en el Centro Histórico para intentar un acercamiento a lo que el arquitecto José Linares llama «museización in situ» que proclama, ante todo, evitar el peligroso desmembramiento de aquello que nace como unidad, reconocido como un bien cultural, y que la historia se ha encargado de ubicar en su justa dimensión social y cultural.

Estos proyectos aplicados a la ciudad permitirían, según nuestros puntos de vista, convertir de hecho al Centro Histórico Urbano de Trinidad —perfectamente identificado y delimitado para su protección—, en un museo de la arquitectura y el urbanismo junto a su rico patrimonio intangible, posibilitando simultáneamente múltiples lecturas a partir del diseño de un acucioso programa socio cultural en que los vecinos —portadores de una vasta cultura popular— devendrían los principales receptores de los numerosos mensajes que, a través de diferentes canales, queríamos hacerles llegar. A la vez, posibilitaría retroalimentarnos con sus conocimientos sobre las diferentes manifestaciones culturales de las cuales son protagonistas.

Bajo estas premisas coincidíamos, por lo tanto, con el destacado arquitecto italiano Franco Minissi, quien muy bien señala que al futuro del museo le «urge encontrar un acuerdo entre la esencia de la institución museal y el contexto territorial en el cual se coloca y del cual colecta y documenta una parte significativa de la historia y de la cultura en sus estratificaciones».

Los diferentes elementos que conforman la ciudad histórica —muchos de ellos potenciales objetos museables— son inconscientemente leídos en clave museal por quienes la habitan y los que a ella se acercan por diferentes motivos. Este uso cultural que se le hace a la ciudad, la iguala con los bienes que el museo atesora en sus salas y almacenes. El complejo proceso de museización no es, por lo tanto, una consecuencia de la institución museal, sino precedente y determinante de la misma, siempre a partir de la instancia conservadora. La ciudad histórica, donde se origina, es —por tanto— parte inseparable del proceso de museización.

Resulta del todo interesante como con la creación de esta institución nos acercábamos a postulados teóricos como los de Turrent, quien nos dice que los museos «proponen una versión que considera no sólo al territorio de una comunidad, sino a los objetos creados en este espacio y por esta gente sin mediar recolección forzada, como instancias museales que le dan voz a los particulares. Estas instancias son las que apuntan al futuro. Son las que harán posible el museo dialogal».

Para quienes concebíamos el futuro museo, quedaba bien claro el amplio poder de persuasión y de motivación para la re-creación continua entre el discurso y el lector-intérprete y, por otra parte, que aquello que se identifica y reconoce como parte de nuestro patrimonio, de nuestra identidad, nos conduce invariablemente a acrecentar la conciencia sobre la imperiosa necesidad de conservarlo y protegerlo. Lograr ese objetivo era para nosotros el reto mayor y uno de los más importantes desafíos que debíamos enfrentar.

Con la creación del Museo de Arquitectura se fijaron las premisas para la investigación, preservación y restauración del Centro Histórico de Trinidad, redimensionando el papel que hasta entonces jugaban los museos en el país. En su formulación teórico-conceptual propone —y de hecho mantiene, debe mantener— un diálogo permanente e interactivo con los vecinos de la comunidad en que se encuentra enclavado, a partir de los múltiples canales de comunicación de los objetos, la colección y la institución museal, a tenor del rol dicotómico del museo en el contexto actual, como ente impositivo o proponente en la construcción de sentidos, acción en la que pueden y deben integrarse activamente a los públicos lectores visitantes de sus salas.

Como sistema mediático, tal y como nosotros lo vemos, el Museo de Arquitectura toma en cuenta todos los aspectos del proceso a través del cual se concibe, se crea, se pone en práctica y recibe y transmite la comunicación de su exposición permanente, partiendo del presupuesto de que el valor sígnico de un objeto no acaba en su exhibición ni en el lugar que en ella ocupa, sino que se enriquece con la incorporación de la capacidad imaginativa del visitante-lector.

Estas visiones del papel comunicador de la institución museal resulta coincidente con las afirmaciones de Donna Harraway cuando expresa que «los actos de representación que despliegan los museos son tecnologías de imposición de significado […]» y que «están estructurados según su propia retórica, la cual busca, como todas las retóricas, convencer al visitante de que lo que ve y lee es importante […]».

Por lo tanto, las señales que el museo remite hacia el tejido urbano y social que lo soporta a partir de los bienes culturales colectados, descodificados y atesorados por la institución, rebota a ella enriquecida culturalmente por sus receptores —como signos identitarios— quienes durante este proceso recobran —deben recobrar— su sentido de identidad y pertenencia hacia el Centro Histórico.

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