La bruja de Cabarnao. Del libro Crónica Trinidad de Cuba: tradiciones, mitos y leyendas

Dr. C. Manuel Lagunilla Martínez

El barco navegaba lentamente por el Estero del Masío. Un olor fuerte y desagradable se sentía a su paso, provenía de las bodegas, pues en su vientre se aglomeraba una «masa negra»: eran los incontables seres capturados en África, con fines comerciales.

Cerca de Calambuco, en el delta del Agabama, fue el desembarco. Larga era la fila que agrupaba a estos desgraciados. Entre ellos, estaba una negrita conga de regular estatura, finas facciones, carnes tersas y un mirar profundo e inteligente; muchos comentaban que había sido una princesa en su tribu.

Recuperados de la penosa travesía, a los tres días fueron formados en grupos de a cin­co y comenzó la venta de las piezas de ébano. Un pregonero, con voz vibrante, destacaba las principales cualidades de cada individuo. Los compradores examinaban la dentadura y la piel para tener seguridad de su buena salud.

El Dr. don Miguel Cantero Owen de Andersen se fijó en la negrita conga. Pensó en la necesidad que tenía su esposa doña Mercedes Iznaga de una esclava doméstica, e hizo la última oferta de la subasta:

—¡Seiscientos pesos oro!

—¡Vendida a don Miguel Cantero! —Expresó el vendedor.

La esclava fue llevada por su dueño a la finca El Corojal y, cuando la bautizaron, le pusieron por nombre María Dolores Iznaga. Pronto aprendió los modales de sus amos, sus gustos. Los complacía en/todo. Con el transcurso del tiempo, se hizo imprescindi­ble a los señores. Su natural inteligencia y la instrucción recibida la convirtieron en auxiliar del médico Cantero. En su consul­ta, conoció las últimas técnicas de la medicina en aquellos tiempos, utilizadas por el doctor: la hidroterapia, el fango terapia y la hipnosis. Además, en las tertulias que celebraban por las noches en la excelente casa de vivienda del ingenio, escuchó por vez primera las ideas independentistas de los participantes y se convirtió en una partida­ria incondicional de la independencia de Cuba. Allí pudo oír el verbo elocuente de Spotorno, sintió la pasión incendiaria de Ca­vada y compartió las ideas revolucionarias de Lino Pérez.

Al estallar la Guerra de los Diez Años, sus dueños le concedieron la libertad, pasó a ser una eficiente mensajera que mantenía la comunicación entre los patriotas de la villa y los alzados en las montañas; también tras­ladaba medicinas y armamentos para los mambises.

Cuando su vida peligró en la zona de El Corojal, los jefes insurrectos decidieron que se retirara hacia Cabarnao, paraje distante unos ocho kilómetros al nordeste de Trini­dad. Allí construyó un bohío bajo un enorme mamoncillo y cerca de una poza, que pronto se convirtió en hospital de campaña. Con el Agua de la poza, ella curaba a los heridos, les aplicaba paños empapados en el cristali­no líquido que embadurnaba de fango proveniente de las orillas y el fondo; por últi­mo, miraba fijamente a los ojos y con palabras firmes y tiernas lograba mejorar el estado de ánimo de los enfermos, lo que les permitía una rápida recuperación. Tenía como ayudantes al niño Jesús Barrizonte y al anciano José Domingo Celis.

Ma’ Dolores Cabarnao, que así era conocida entonces, no pasó inadvertida alos ojos de las autoridades españolas. Por confidencias, ubicaronla choza. Una mañana, fuerzas de caballeríaal mando de un capitán, irrumpieron en la zona, registraron todo mi­nuciosamente en busca de los mambises, armas u otros alijos de guerra, pero nada encontraron. Había caracoles, una imagen de Santa Bárbara, una piedra santa ente­rrada en la tierra -todos símbolos de su religión y algunos negros que bailaban al­rededor de un muchacho, que, según ellos, representaba al Niño Jesús y, el viejo, a Je­sús de Nazareno.

Fueron detenidos y llevados a pie hasta la cárcel real, en la calzada de Santo Domingo y Cíuásimas. Se inició un proceso sumarísimo, y fueron juzgados por la temible y odiada Comisión Militar. Todos fueron absueltos, menos Ma’ Dolores, condenada a ser fusila­da por el delito de infidencia.

El día señalado para la ejecución, la Bru­ja de Cabarnao se vistió con una blanca única y, alrededor de la cabeza, un pañuelo del mismo color; le colgaban del pecho y las muñecas collares de muchos colores.

A las diez de la mañana, la subieron en un carretón tirado por dos bueyes. En una larga fila, la muchedumbre inundaba el frente de la
Cárcel y se extendía por todo el camino de la
Chanzoneta hasta la Mano del Negro (lugar
donde se practicaban las ejecuciones). Un gru­po devoluntarios, compulsados por el alcohol, pedía agritos el fusilamiento de la bruja y, a ratos, lanzaban piedras contra el cuerpo de la
infeliz.

Ma’ Dolores, erguida en el carruaje, tenía su vista fija en el cielo. A veces, la bajaba con desprecio hacia el grupo que vociferaba y, con voz aguda y segura, cantaba:

—¡ … a mí no me va a mata… lo angelito me viene a bucá… y me va lleva…!

Por todo el camino repetía este estribillo y, con paso firme, se acercaba al paredón. Un piquete de soldados estaba formado en cuadro. Bajó de la carreta y volvió a cantar con voz más alta que nunca:

—¡…a mí no me va a matá…!

Todo estaba dispuesto para el fusilamien­to y, cuando se negaba a que le vendaran los ojos, surgió de pronto por el camino real que conducía a Sancti Spíritus un soldado que cabalgaba al galope en su corcel, era el correo gabinete con mensaje urgente, que agitaba nervioso un papel y gritaba:

—¡Suspendan la ejecución, traigo el per­dón real!

Leído en alta voz el bando Real, la pena de muerte era condonada por la de destierro en Ceuta. Ella decía que eran los angelitos que habían oído a Ma’ Dolores, y lloraba de ale­gría, mientras miraba disimuladamente, con gesto de complicidad, a su antiguo amo que se encontraba oculto entre el público.

El 14 de mayo de 1876, partió María Dolores Iznaga hacia el amargo destierro.

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