Historiador de carne y hueso

Carlos Luis Sotolongo Puig
Si la Santa Inquisición estuviera todavía en pie, Manuel Lagunilla hubiera sido ejecutado en enero de 2014, cuando el nerviosismo frente a las cámaras de la televisión cubana lo llevó a decir que el indio Hatuey fue ahorcado por los colonizadores españoles, y no quemado vivo en la hoguera. Ese día, asegura, su nombre ardió en las pailas del infierno particular de los eruditos.
Yo estoy muy claro de todo —afirma—. Simplemente me confundí con la historia de una princesa indígena de otra tribu de Santo Domingo. Como era en vivo, ya estaba dicho y no me percaté en ese momento. Peor hubiese sido intentar enmendarlo con excusas de último minuto. Eso te da la idea que nadie está exento de errores, ni siquiera los historiadores. Si hay quien no me lo perdona todavía, ¿qué tú quieres que haga, si ya pasó?.
Así de natural responde a la que, quizás, es la pregunta más inoportuna luego de horas de confesiones en la saleta de su casa.
Si algo demostró el gazapo, es que Manuel Lagunilla es un ser de carne y hueso, con el mismo derecho a equivocarse que le asiste al más simple de los mortales, lejos de la imagen estereotipada de que un hombre con su cargo debe ser una suerte de enciclopedia en dos piernas. Historiador de pueblo, este hombre de casi 80 años procura desde 2010 estar a la altura de la responsabilidad que supone ser el cuarto historiador de la villa de Trinidad.
Me gusta estar al lado del pueblo porque esa ha sido mi verdad desde el día uno: la historia patria no puede escribirse de ninguna manera sin la historia local, y la historia local la escribe la gente de a pie, el trinitario que todos los días se levanta e intenta convertir su ciudad en un lugar mejor.
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La primera persona en la que pensé cuando me nombraron historiador, el 14 de junio de 2010, fue en mi madre. Gracias a ella aprendí a mirar el pasado cuando me llevaba a los Congresos de Historia. Allí conocí a Marín Villafuerte muy anciano. A dichas celebraciones asistía también Carlos Joaquín, aún muy joven, aunque después compartí con él infinidad de veces. Manolo Béquer conversaba con mi familia sobre sus ansias de construir una Trinidad mejor. Es decir, de una forma u otra tuve contacto con quienes me precedieron sin sospechar que tanto tiempo después me tocaría continuar su legado. La gente dice ‹ ¿de dónde cayó este? › Yo estudié Derecho por la enseñanza libre, o sea, estudiaba aquí y luego examinaba en la Universidad de La Habana, donde me gradué en 1963. Me da satisfacción saber que Emilio Roig de Leuchsenring también estudió esa carrera con la misma modalidad y no tenía más ningún título. Al principio, no fueron pocos los que decían que yo era más promotor cultural que historiador. A lo mejor tenían razón. El historiador es vital en la investigación de la verdad histórica, pero promocionar la cultura en el pueblo es primordial. Si la gente no lee lo que se escribe, si no lo entiende, poco sirve el trabajo hecho. El sentido de identidad y pertenencia del que tanto hablamos no se logra sino a través del contacto directo con el pueblo.
Los múltiples trabajos que he tenido: maestro, coordinador de la Cátedra de Historia del Regional Escambray, notario, director técnico de la Campaña de Alfabetización en el municipio, fundador de los bufetes colectivos de Fomento y Trinidad, así como del Bufete Internacional de la ciudad, entre otros, me han convertido en el hombre que soy; el apasionado a las leyes y la historia. ¿Cómo pude enfrentarme a cosas tan distintas? Gracias a la gente que me acompañaba. Uno no es nadie sin sus amigos. Mira, una vez hubo un accidente y no sabía cómo llenar el libro de las defunciones y fue Clara Herrera, aquella mujer que po- día recitar de memoria todos los libros del Registro Civil, quien me enseñó .
Mi mayor sueño era convertirme en un abogado penal de renombre. El típico sueño de un joven con más de 25 años. De todos los casos que he tenido, el más impactante fue el asesinato de una polaca en la década de los 90, tema central de mi libro ¿Culpables o inocentes?; caso que aun figura entre los más complejos de la Criminología cubana después del triunfo de la Revolución. Todas estas experiencias maravillosas las aproveché al máximo, como el ímpetu y la sed de conocimientos de la primera y la segunda juventud.
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Lagunilla nunca pudo publicar un libro de humor que escribió hace más de 25 años. Ríete si quieres, así lo tituló el entonces amante a la vis cómica de la literatura.
Una de las cosas que pido a la vida es tiempo para seguir escribiendo, aunque no me puedo quejar porque tengo varios textos publicados. He editado dos libros de casos policiales en los que intervine y otro sobre un caso en Yaguajay. Tuve la satisfacción de ver fuera de la imprenta Trinidad de Cuba: Tradiciones, mitos y leyendas. Ahora estoy enfrascado en Memorias de un viejo abogado, próximo a publicarse por la Unión Nacional de Bufetes Colectivos. Otro en proceso de edición, que saldrá a la luz en los Estados Unidos, versa en torno al Marqués de Guáimaro.
A base de letras, ondas radiales con el programa Puertas a mi ciudad y la tertulia Los amigos de Manolo, esa suerte de familia de amigos que recién celebró una década de existencia, Lagunilla intenta salvar a Trinidad de la desmemoria, sin más recompensa que una llamada telefónica de algún seguidor para preguntar: «¿Docto, ¿dónde es la próxima tertulia? ¿De qué va hablar en el programa siguiente?».
Intento buscar la presencia de los trinitarios en la historia de Cuba. Esta tierra es madre de hijos ilustres desconocidos. Ojalá pudiera yo devolverles un poco del reconocimiento que merecen. ¿Solo? No, solo no me he sentido nunca. Mi mujer, mis hijos, mis nietos y la gente que está pendiente de mí ahuyentan la soledad. Si tuviera que referirme a tres aspectos medulares que merecen revisión urgente en nuestro territorio, te diría que, primero, la atención a los museos, instituciones culturales e inmuebles significativos desde el punto de vista arquitectónico. Esta es la Ciudad Museo del Caribe, no podemos olvidarlo. Lo otro es hacer de Trinidad cada vez algo más genuino, que deslumbre desde lo autóctono a quienes la visitan. Por último, insisto, dinamizar la enseñanza de la historia local para que nunca olvidemos nuestro origen.
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— ¿Pudiera decirse que tú eres un sobreviviente? — Tal vez. He sobrevivido a períodos complicados profesional y personalmente, como todo el mundo. He sobrevivido, además, a dos infartos y la enfermedad de Hopkins, que combatí con más de 15 sueros citostáticos. A veces estoy muchas horas frente a la computadora y me duelen las piernas. Ya son 76 años, pero pobre del que me diga viejo.
— ¿Qué no has logrado hacer como historiador? — Terminar de escribir la historia de Trinidad como quiero, de forma amena, factible para todos los públicos. Tengo diferentes episodios, pero necesito ordenarlos.
— ¿Qué conservas del niño que fuiste? — El gusto por el ciclismo, la natación, el ajedrez, que mi mamá me enseñó a jugar. Ahora que lo mencionas, recuerdo que cuando muchacho me encantaba actuar, hacer actos de magia e ir al cine.
— ¿Cómo imaginas a Trinidad en 10 años? — Ojalá estuviera más conservada. De lo contrario, vamos a perder lo que queda de ella. Hasta el animal más bondadoso muere si no se cuida. Esa preservación debe abarcar también la memoria intangible para mantener el sentido de pertenencia que nos caracteriza desde hace siglos. Pese a tener más de 500 años, Trinidad es un diamante en bruto en el sur del Caribe.